Luís Boiset

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Setiembre 2010


"Ingeniero:  El hombre que discurre con ingenio las          trazas y modos de conseguir o ejecutar algo"

           Diccionario de la Real           Academia de la Lengua Española

       







Un ingeniero que nunca lo fue

Luís Boisset me enseñó lo que era ser un ingeniero. Sin que él lo fuera y sin que habláramos nunca de eso. Pero así fue.

Luís era amigo de mi abuelo Enrique y por lo tanto mucho mayor que yo. Era un gran amigo de mi abuelo, así me lo reconocieron ambos. Se apoyaron en momentos difíciles de su vida y de la historia de nuestro país. Y aunque desconozco los orígenes de su amistad, compartían un amor y fascinación hacia todo lo que era tecnología y modernidad. En realidad les tocó vivir una época con avances tecnológicos muy importantes. Mi abuelo me solía decir que él había visto volar aviones con alas de papel y luego aviones con motores a reacción. Y poco le faltó para llegar a ver la llegada de un hombre a la luna, aunque sí que le alcanzó a saber del Sputnik, el primer satélite puesto en órbita.

No sé si Luís formaba parte de aquellos amigos de mi abuelo que se reunían para recitar párrafos de las novelas de Julio Verne, que se sabían de memoria. En una ocasión recuerdo que me recitó la frase que dijo el capitán Nemo cuando llegó con el Nautilus al polo Sur. 

— “¡Adiós sol! ¡Desaparece, astro radiante!— declamaba con un gesto serio, mirando al horizonte y sujeto con sus dos manos al respaldo de una silla como si fuera la borda del puente de mando del Nautilus.— Acuéstate bajo este mar libre, y deja una noche de seis meses extender sus sombras sobre mi nuevo dominio”

Más que las frase, que no entendía muy bien, me impresionaba el gesto de altivo capitán y soñador irredento, llegando al polo Sur a bordo de su submarino rodeado de hielo por todas partes. En lo alto de un iceberg, en forma de mesa camilla, estaba yo sentado observando con arrebato el espectáculo. Acabada la transfiguración me explicó que, en efecto, en el polo los días eran de seis meses y las noches también. Trazó unos círculos en el aire con las manos significando el sol y la tierra que entendí menos que la frase del capitán Nemo.

Además de recitar frases sagradas de las obras de Verne, se dedicaban también a contemplar y debatir cómo se iban cumpliendo las predicciones de aquel visionario escritor, como alguna vez me comentó. En cualquier caso, sí puedo añadir que Enrique era más soñador mientras que Luís era más pragmático.


Coincidí con Luís muy pocas veces pero en todas ellas me impresionó. Buena parte de lo que sé de él me viene por lo que mi abuelo y mi madre me contaron, algo por lo que su hija Elena me pudo decir, pero lo que más me impactó fueron las escasas conversaciones que pude tener directamente con él.

Recuerdo que en una ocasión estuve alojado  por unos días en su casa de Madrid. Llegué a Madrid en tren, en coche-cama, pero no recuerdo cual era el motivo del viaje. Yo tenía diecisiete años y acababa de finalizar el primer curso del ingreso a la carrera de Ingeniería Industrial. Al llegar a su casa, cerca de la calle de Ríos Rosas creo recordar, su esposa Ofelia me recibió muy afectuosamente cómo siempre, y me ofreció el desayuno.

Mientras tomaba mi café con leche apareció Luís. Era un hombre de complexión fuerte, aunque su edad le obligaba a encorvarse un poco. Su cara era angulosa y sus ojos azules destellaban a través de sendas rendijas horizontales. No sé cuales fueron las primeras palabras pero la breve conversación acabó centrándose en mi reloj despertador de petaca. Al parecer cuando me desperté en el tren, observé que había derramado involuntariamente la botella de colonia sobre la pantalla de plástico del reloj, que la había corroído y dejado totalmente opalescente.

— No te preocupes— me dijo Luís, llevándose el despertador hacia una habitación al fondo de la vivienda. Era su taller. Un lugar increíble como pude comprobar días más tarde. Un lugar lleno de objetos inverosímiles, medio taller mecánico de reparación y medio desván de recuerdos. De este taller había salido el teléfono de campaña que habíamos tenido en nuestra habitación, mi hermano Javier y yo. Colocado encima del radiador de la calefacción, donde guardábamos nuestros rifles Winchester, era el teléfono que nos había permitido conectar con mil lugares increíbles en nuestros juegos infantiles.

Al día siguiente a la hora del desayuno apareció Luís con mi despertador en la mano.  Tenía la pantalla limpia y transparente como el día en que se compró. Quedé impresionado y le pregunté cómo lo había conseguido. Me explicó el procedimiento, pero apenas entendí nada. Sin embargo aquel reloj me despertó puntualmente durante todos los años que duró mi carrera de ingeniería.

Pero esta no fue la primera manifestación de su habilidad y conocimiento que pude admirar durante la estancia en su casa. La primera fue cuando fui al baño, recién acabado de llegar. Era un lavabo sencillo y anticuado, un poco desvencijado, pero lo más curioso era que la taza del retrete no tenía cisterna de agua ni cadena con que hacerla correr. Una tubería bajaba del techo y se introducía por detrás en la taza. Me dijo Ofelia que debería pulsar el botón que había en medio de la tubería. Así lo hice y un chorro de agua limpió el interior de la taza y luego se paró.

Lo pulsé un par de veces más para tratar de ver cómo podía ser el mecanismo, pero no lo conseguí entender. Tampoco lo entendí del todo cuando Luís me lo explicó. Aunque sí que me pareció un invento sensacional, que podría conseguir la eliminación de esas horribles cisternas con cadena que estaban en todos los retretes. Hoy en día todavía trato de descubrir el dichoso mecanismo que Luís consideraba una tontería.


Pero no es que Luís fuera un artesano habilidoso, que lo era, sino que era además un diseñador de grandes obras de ingeniería. Por esta razón lo contrataron para colaborar en la ampliación de la central electroquímica de Flix.

Me lo había contado mi abuelo varias veces, la primera vez cuando yo tenía apenas doce años. Ambos estábamos sentados delante de la misma mesa camilla, que en otras ocasiones había sido un iceberg polar o un teatro de marionetas.

— Cuando se diseñó la ampliación de la electroquímica de Flix— dijo tomando su estilográfica y una libreta de papel blanco— la disposición en planta de los reactores químicos no cabía en el emplazamiento.

Dibujó un esquema de la central y sus reactores, mostrándome la imposibilidad de colocarlos en el espacio que había hasta el río.

— ¡Entonces a Luís se le ocurrió una idea genial!— levantó la pluma y pasó solemnemente la hoja, ante mi ansiosa mirada.— Propuso que se situaran de forma vertical, siguiendo el flujo de los reactivos, con lo cual no sólo cabía en el emplazamiento disponible sino que el proceso era mucho más efectivo.

Siguió dibujando la magnífica idea de Luís, cada vez más entusiasmado garabateando nuevos esquemas.

— ¿Lo ves? ¡Es fenomenal!—  y acabó cerrando triunfalmente la pluma. 

Yo sólo podía ver el sentido general de las explicaciones, pero no los detalles técnicos, así que es lo único que consigo recordar. Y supongo que todavía lo recuerdo, por la impresión que me produjo el entusiasmo que ponía en su narración.

Mi abuelo solía explicarme siempre detalles técnicos a mi temprana edad, como cuando me explicó cómo se podía calcular el volumen de agua de un pantano basándose en las curvas de nivel altimétrico de su fondo. También realizando los esquemas correspondientes con su pluma estilográfica. Seguramente se refería al embalse de Flix pero este extremo no lo recuerdo.

Lo que sí recuerdo y quedó grabado intensamente en mi memoria es el significado de la situación que describía: 1) hay un problema técnico, 2) los ingenieros tratan de resolverlo sin éxito utilizando todos los conocimientos a su alcance, 3) alguien rompe las reglas y obtiene una solución por otro procedimiento insospechado. Esto es la innovación. Y Luís personificaba el innovador que, sin las ataduras que todos los demás tenían, era capaz de elevarse con la imaginación y encontrar una solución. Pero una solución viable no una fantasía. Este era el sentido del ingeniero innovador.

Por lo que he sabido más tarde, debía tratarse de la ampliación de la electroquímica, para la producción de tricloroetano, que se inauguró en 1928 bajo la supervisión del Doctor Stroof, vicepresidente de la filial española de la compañía alemana IG Farbenindustrie, propietaria entonces de la instalación, y con la dirección del ingeniero jefe, el Doctor Müller.

Desconozco las relaciones que tenía Luís con Müller, al que citaba con frecuencia, pero sí que conozco la existencia de una colonia de ingenieros alemanes en Flix, a la cual me hizo mención tanto mi abuelo como el mismo Luís a través de una anécdota que me contaron ambos por separado.

La colonia de ingenieros de la central tenía su punto de reunión en el Casino. Un edificio construido para esta función que hoy se encuentra reconvertido en hotel. Constaba de un gran salón rectangular con decoración austera de estilo renano,  donde se realizaban las actividades sociales, y de un edificio anexo donde se ubicaba una serie de habitaciones situadas en dos plantas, para acomodar a los visitantes o ingenieros que estaban de paso.

Al parecer Enrique, mi abuelo, fue de visita a la planta, o puede que a participar en parte del proyecto. Quizás en la medición del volumen del embalse, por el procedimiento que me había contado, ya que por entonces era topógrafo al Servicio de la compañía canadiense Barcelona Tracción.

Se alojó en una de las habitaciones de la segunda planta y naturalmente fue invitado por el Doctor Müller a cenar en el salón del Casino con buena parte de los ingenieros de la colonia.

Durante la cena se habló de uno de los temas de actualidad en la colonia. 

—  Han vuelto a ver el ruso— dijo uno de los comensales.

— ¿Otra vez? Pues es un tipo peligroso— comentó otro.

— ¿Quién es el ruso?— preguntó Enrique.

— Bueno...— balbuceó Luís— es un trabajador que fue despedido hace unos días.

— Porque estaba loco— terció otro haciendo gestos con las manos.

— Dicen que quiere vengarse— añadió un tipo alto y rubio con un fuerte acento alemán— pero no se atreverá porque no tiene c....

Siguieron risas de todos y la conversación derivó hacia el nuevo espectáculo de Celia Gámez, que uno de los ingenieros había visto en el Tamberlik, y que a todos les gustaba que volviera a explicar. Luego siguieron los comentarios de las pequeñas historias divertidas de la colonia.

A la hora del café apareció un empleado que dijo algo al oído del director. El doctor Müller se levantó con semblante serio y dijo que, le habían comunicado, se había visto al ruso rondando por las calles de la colonia y por lo que lo mejor sería retirarse pronto a descansar.

— Enrique, lo más seguro es que te vayas a tu cuarto y que cierres bien la puerta. Por si acaso.....— le dijo Luís con cara de preocupación.

Mi abuelo subió a su habitación, situada en el piso superior, y se cerró con llave. Se metió en la cama pero no podía conciliar el sueño, con lo que había oído durante la cena todos los ruidos le sobresaltaban. 

De pronto oyó unos pasos en el exterior que se convirtieron en carrera acompañada de gritos. Saltó de la cama y se puso en alerta. Luego los pasos y los gritos se oyeron en el interior del Casino.

— ¡El ruso, el ruso! Va hacia el primer piso— se oía gritar. 

— ¡Cuidado que va armado!— gritaba otra voz.

Entonces sonaron dos disparos seguidos de un gran alboroto. Enrique corrió de un lado a otro de la habitación sin saber a donde dirigirse. Al fin se acurrucó en un rincón. Nuevas pisadas y gritos lo volvieron a poner en pie, para esconderse de nuevo detrás de una silla. Las pisadas fueron cada vez más fuertes seguidas de sonoros golpes en la puerta. 

— ¡Socor...!— no pudo acabar la palabra porque la puerta se abrió y por ella entró Luís y unos cuantos ingenieros, muertos de risa al ver a Enrique acurrucado en un rincón de la habitación con la cara blanca de miedo.

— Blanco como el mármol estaba— me decía Luís años más tarde, soltando una sonora carcajada.

Como era de esperar los ingenieros de la colonia debían aburrirse tremendamente y aprovechaban la visita de nuevos incautos, para gastarles las correspondientes novatadas. Que seguramente eran repetidas, una y otra vez, con precisión germánica.


En una ocasión, muchos años más tarde, tuve que buscar alojamiento en la zona y lo conseguí en un hotel de Flix llamado Hotel del Casino. Nada más entrar me di cuenta de que se trataba del Casino de la anécdota. Me dieron una habitación en la segunda planta, que bien pudiera ser la de mi abuelo. Comprobé la existencia de una puerta lateral que conducía directamente desde la calle a la zona de habitaciones, por donde supuestamente había llegado el ruso.

Por la tarde di un paseo por los alrededores del Casino, donde se debían ubicar las casas unifamiliares de los ingenieros de la colonia, tratando de encontrar una de ellas con una puerta del jardín muy singular, que indicaría ser la casa de Luís.

Me adentré por la calle principal, que salía del mismo Casino, y que llevaba el nombre de Doctor Stroof. Pensé que este hombre había tenido suerte. En Alemania el presidente de la compañía IG Farbenindustrie había sido juzgado en el proceso de Nuremberg, por haber colaborado su empresa con el régimen nazi, y condenado a dos años de prisión. Mientras que aquí al representante de la misma compañía le habían dedicado una calle en agradecimiento. Y también una plaza al Doctor Müller, como comprobé más adelante siguiendo el paseo.

La guerra española, arrasó totalmente la instalación electroquímica de Flix. Por lo que era gratificante, aunque curioso, ver que los ingenieros que la construyeron, y mantuvieron, aun tuvieran un lugar en la memoria de los vecinos de la población.

No encontré la casa de Luís. Lo sentí por lo mucho que me había hablado mi abuelo sobre la singular puerta del jardín. Al parecer era una puerta muy pesada que costaba mucho abrir y todo el mundo se quejaba, sugiriendo a Luís que la debiera arreglar. 

— Lo que no sabía la gente es que al abrir dicha puerta se accionaba un tornillo de Arquímedes que hacia subir el agua del pozo hasta las cisternas de la casa, situadas en el terrado— me explicó mi abuelo.— Así gracias a los visitantes se conseguía reducir el consumo eléctrico de la bomba de agua del pozo.

Siempre me pareció genial. Hoy en día incluso se etiquetaría como un ejemplo de ahorro energético y de uso ecológico de la energía. Luís además de ser un cachondo con sus vecinos, era un adelantado en el manejo de la energía renovable. Imaginación, tecnología y un poco de humor.

Los genios suelen ser incomprendidos por los demás, ya que si lo fueran no serían genios. Luís era, además de incomprendido, envidiado por los ingenieros de la colonia que veían en él un personaje diferente en sus modos, acertado en sus planteamientos y peligroso por su notable ascendencia sobre el director, el Doctor Müller.

La tensión debía ser palpable por lo que nos contaba su esposa Ofelia. Seguramente algunos de los ingenieros debían tratarlo despectivamente como un intruso profesional, que realmente lo era, con ideas brillantes, pero poco fiables en la opinión de la mayoría.

Un día, según Ofelia, llegó el momento de su venganza. Una venganza particular, o diferente, de acuerdo con su manera ser. Venganza realizada con la complicidad de su director, el Doctor Müller, con lo que se deduce que éste era probablemente el único que lo entendía, lo aceptaba y seguramente le daba su amistad. La cuestión es que ese día durante la cena en el Casino, el Doctor Müller se levantó e hizo un importante anunció a todos los ingenieros de la planta.

— He estado considerando diversas propuestas, que Vds. me han hecho llegar para incrementar la productividad de la planta, y finalmente me he decidido por una de ellas.

Solemnemente repasó con la mirada a cada uno de los comensales reunidos en tormo a la mesa, en medio de un gran silencio. Era una opción que se había debatido durante meses. Es decir, cómo mejorar el volumen de producción modificando el menor número posible de elementos o procesos para no incurrir en inversiones cuantiosas, difíciles de recuperar económicamente.

— He decidido aplicar la propuesta de Luís Boisset— el silencio se rompió con el susurro de la sorpresa y de la rabia.— Les comunico que mañana, al iniciar el turno de las ocho, he dado orden de duplicar la potencia de los reactores.

Según Ofelia se produjo una estampida de ingenieros sin esperar la finalización de la cena. Todos corrieron horrorizados de lo que podía pasar al día siguiente si la potencia se duplicaba. La explosión de la planta estaba garantizada ¡Tenían que poner sus familias a salvo, lo más lejos posible, antes de las ocho de la mañana!

— Qué espectáculo más hermoso era el ver correr aterrorizados a todos los que le habían despreciado durante los meses anteriores— recordaba Ofelia.

Luís había convencido a su director de que con los márgenes de seguridad con que los alemanes habían diseñado todos los componentes de la central, ésta sería capaz de soportar un incremento del doble de la potencia inicial. La idea era brillante porque no hacía falta modificar componentes ni invertir en otros nuevos. Sin gastos adicionales se podría duplicar la capacidad de producción de la instalación.

La puesta en escena se podía haber realizado de otra forma, quizás más seria, empresarialmente hablando. Pero la fórmula escogida era para Luís más divertida y reconfortante, y para el Doctor Müller también más eficaz, ya que se había ahorrado las trabas y reticencias que le hubieran puesto los ingenieros de la planta de haberlo sabido con anterioridad.

La planta no explotó y siguió funcionando a su nuevo ritmo hasta su destrucción final durante la Batalla del Ebro. El intruso autodidacta les había dado una lección magistral.


En efecto, Luís era un autodidacta. Un autodidacta un tanto asombroso. Que yo sepa nunca estudió ningún carrera, o enseñanza reglada como se dice ahora. Lo que sabía lo aprendió de la práctica y también de los libros. Pero de los libros de una forma singular. Antes de salir de su casa arrancaba las hojas del libro que quería aprender y se las llevaba en el bolsillo. Durante el trayecto en el tranvía, leía las hojas arrancadas del libro y, a media que las iba terminando, las iba tirando por la ventanilla. Al final del trayecto había aprendido todo el conocimiento que había en ellas.

A mi me fascinaba porque yo pasaba estudiando el mismo libro tardes enteras, durante los años que duró mi carrera. No sólo me asombraba su capacidad de aprendizaje sino especialmente la seguridad en si mismo que demostraba con esta forma de aprender. También reflejaba, con su comportamiento, un cierto desprecio a los demás. Ni profesores ni expertos,  sencillamente no los necesitaba. En todo caso serían los demás quienes tendrían que necesitarlo a él.

Otra sorpresa que me llevé en su casa, aquella semana que estuve allí alojado, me abrió un mundo nuevo. Un día me dijo si quería ver los planetas y las estrellas. Me quedé muy sorprendido pero le dije inmediatamente que sí.

Me condujo a una habitación de su casa donde había, sobre una mesa, una caja de madera de algo más de un metro y medio de largo por unos veinte de sección. Pensé que guardaba algo en su interior, pero no era exactamente así.

— Esto es un telescopio— me dijo con gran satisfacción.

— Yo creía que los telescopios tenían una sección circular— respondí con cierto asombro.

—  La armadura exterior sólo pretende sustentar las lentes, por lo que puede tener cualquier forma— dijo con condescendencia.— Además como lo he hecho yo mismo, me resultaba más fácil construirlo con maderas rectangulares.

¡Lo había echo él mismo! Quedé más sorprendido aún. 

— Es un telescopio de reflexión así que el elemento más importante es el espejo que hay al fondo— dijo mientras abría la caja por un lateral.

Me mostró el espejo mientras me daba toda clase de explicaciones. El cristal lo había comprado en el Rastro a unos gitanos y lo había hecho pulir en un taller del barrio, siguiendo la curvatura que él había previamente calculado. Luego venía la parte más difícil que consistía en depositar encima una fina capa de plata. Esta operación la encargó al vidriero también del barrio.

Los componentes ópticos más convencionales también los compró en el Rastro. Todo ellos iban perfectamente engarzados en la armadura de madera y en las posiciones medidas rigurosamente para cumplir su función. Un trípode, también de madera, que había adquirido igualmente en el Rastro, completaba el instrumento. Seguramente precedente del sustento de un equipo de filmación cinematográfica de los años 20.

Me pasé la tarde oyendo sus explicaciones y contemplando aquella obra de artesanía de precisión. Después de cenar dijo que era el momento oportuno para ver las estrellas. Yo no veía muy claro como se podía  mover el pesado instrumento hasta el lugar de observación. Hacía falta otro componente, que Luís también tenía previsto: un boxeador.

Mejor dicho un ex-boxeador que vivía en el piso 4-3 y que apareció a tomar café después de la cena. Era un hombre bajo y fuerte, ideal para la función que debía realizar. Así que una vez finalizado el café nos pusimos en marcha por el largo y estrecho pasadizo que comunicaba su piso, situado en la planta baja, con el hall del edificio. Parecíamos una procesión de la cofradía del Cristo de la Tecnología. Luís iba delante como sumo sacerdote. Le seguía el portador de la caja con la reliquia venerada, que caminaba lentamente inclinándose a ambos lados al compás del paso.  Detrás venía su acólito portando el trípode con sumo cuidado y respeto, y a continuación el resto de la cofradía, formada por vecinos amigos, en un respetuoso silencio.

Cuando llegamos al hall, justo al lado de los ascensores, pensé que nos dirigiríamos al templo-observatorio en el terrado del edificio. Pero no fue así, Luís se volvió para comprobar el correcto orden de la procesión y giró a la izquierda, dirigiéndose a la puerta de la calle. ¡La calle sería nuestro templo-observatorio!

La calle era una travesía de Ríos Rosas pero por aquellos años no había tráfico ni de autos ni de personas. La iluminación era escasa y la mayoría de los vecinos, a media noche,  ya habían cerrado sus ventanas. Los edificios, no muy altos, permitían un suficiente ángulo de visión del cielo. Era realmente un lugar adecuado, aunque sorprendente, para hacer observaciones celestes.

Luís en medio de los cofrades dirigía la operación de colocación del telescopio y luego la de la correcta orientación azimutal del mismo, para permitir realizar las observaciones corrigiendo suavemente la rotación de la Tierra. Luís me demostró que sus conocimientos se extendían también al campo de la astronomía.

Una vez realizadas estas operaciones, miró al estrellado cielo y enfocó el telescopio en una determinada dirección.

— Josemari, mira por el anteojo— dijo Luís, apartándose para dejar que me acercara.

Yo miré y me quedé atónito. ¡Estaba Saturno con sus anillos delante de mi vista! Naturalmente que lo había visto en fotografía, pero no al natural. Era realmente mágico que con aquel instrumento casero y artesanal se pudiese ver tan bien. Nunca más en mi vida lo he vuelto a ver con la nitidez y resolución de aquel día.

Luego, cuando todos los vecinos lo habían observado, giró el telescopio y enfocó otro lugar en el cielo.

— Josemari, mira ahora— me volvió a decir. Yo era siempre el primero en mirar, seguramente porque era el nieto de Enrique.

Esta vez apareció Júpiter, con sus bandas marrones y una serie de satélites situados en su plano de giro. Era también espectacular. Es posible que mi afición a la astronomía naciera ese día de manos del sumo sacerdote Luís. Aprendí también que la ingeniería debía entenderse como parte del saber humanista, al estilo de Leonardo da Vinci, y no en contradicción con otras disciplinas del saber. Como una arista más del poliedro del conocimiento.


Luís también era muy supersticioso. Las personas muy intuitivas, y con gran imaginación, tienden a serlo. La capacidad de ver inmediatamente respuestas donde los otros las tienen que deducir trabajosamente, hace que ciertos objetos y situaciones susciten inquietudes o sensaciones, sin justificación racional, que luego pasan a formar parte del propio imaginario en forma de tabúes.

Una vez se rompió el espejo del lavabo de su casa. Luís, por razones que no vienen al caso, tardó varias semanas en hacerlo reparar. Durante este tiempo se afeitaba en la cocina usando un pequeño espejo de mano ya que era incapaz de entrar en el lavabo y verse reflejado en el espejo roto.

— Da mala suerte. Eso es todo— decía, no a modo de excusa, sino como manifestación de algo evidente. No había nada que añadir.

También tenía poderes de videncia según opinión de mi abuelo. Y para demostrarlo me explicó que, en una ocasión volviendo en automóvil desde Flix en dirección a Barcelona, paró en una vuelta de la carretera para contemplar la puesta de sol. Al parecer era una impetuosa y colorista puesta de sol, llena de nubes rojas y amarillas, que cubrían la mitad del cielo. Entonces tuvo una visión.

— La guerra es inminente y la sangre correrá a raudales— dictaminó con cara de espanto.

No era una visión para contar a otros, como muestra de su capacidad, sino para actuar ya. Así que decidió marchar de España. Era el año 1935.

Dejó su trabajo y su casa y se marchó. No sé a dónde pero debía ser un destino europeo porque marchó en avión y a América sólo se podía ir en barco por esas fechas. Tampoco podía llevarse su dinero en una maleta, porque estaba prohibido el tráfico de divisas. Así que ideó una treta para hacerlo con ayuda de su amigo Enrique, el prestidigitador. Efectivamente mi abuelo era un mago amateur y un hábil ilusionista, del que yo fui ayudante en tiempos posteriores.

Luís con su dinero compró diamantes que puso en una pequeña bolsa. El aeropuerto del Prat no tenía fingers ni autobuses para el embarque de pasajeros. Los pasajeros iban caminando desde la terminal al avión, mientras que los amigos, o parientes, los despedían desde detrás de una valla de poca altura. Mientras Luís se encaminaba lentamente hacia el avión, mi abuelo saltó la valla y se dirigió hacia él.

— ¡Hay! Luisito que te vas y nos dejas— gritó mi abuelo llorando y secándose las lágrimas con un enorme pañuelo.

— ¡Hay! Enriquito, no llores— dijo Luís abrazando a mi abuelo. Ese fue el momento en que Enriquito, el prestidigitador, dejó caer la bolsa con los diamantes escondida en su pañuelo, dentro del bolsillo de la americana de Luisito. Los guardias los separaron y Enriquito continuó llorando detrás de la valla, mientras Luisito subía compungido por las escalerillas del avión.

Así me lo contaron los dos. El mago de la imaginación y el mago de la ilusión habían realizado unos pasos de magia y, además de conseguir su objetivo, habían engañado a la autoridad, lo que les había proporcionado un placer adicional acercándoles a su héroe: el rebelde y astuto capitán Nemo. .

Volvió en la postguerra, en condiciones económicas más precarias.  De pequeño jugué con su hija cuando se alojaba en casa de mi abuelo en Barcelona. Pero a él no le recuerdo hasta mi viaje a Madrid. Se que le propusieron, por que me lo contó Luís, el proyecto de iluminación del Monasterio del Escorial. Quizás fue la razón por la que fue a vivir a Madrid. Me explicó los detalles del por qué habían fracasado todos los que lo intentaron hacer con anterioridad y la solución que el realizó para superarlos. Creo que fue la última gran obra que realizó y el resto de su vida la dedicó a los pequeños arreglos, en los que ponía el mismo entusiasmo y habilidad, como me demostró en el arreglo de mi despertador.


También me enseñó la importancia del marco de referencia del conocimiento. Una vez discutimos sobre la naturaleza de las ondas. Él opinaba que las ondas no se mezclaban.

— No puedes hacer que una cuerda de un violín vibre simultáneamente dando un DO y un MI— dijo gesticulando apropiadamente.— O suena un DO o suena un MI. 

— Si tu haces sonar un DO con la cuerda de un violín y otra persona hace sonar un MI,— respondí con mis escasos conocimientos musicales pero más amplios en la física— el aire vibra con los dos simultáneamente hasta llegar al oído, donde se separan ambos sonidos.

No conseguí convencerle. Pero si comprendí que un autodidacta como él sabía sólo de las cosas que, o le habían interesado o le habían sido útiles para las realizaciones que quería hacer. La teoría, como la del movimiento ondulatorio, no estaba ni en una clase ni en la otra. Más que el saber le interesaba el saber hacer.

Me enseñó así sin saberlo que, en mi preparación profesional, debería balancear más adecuadamente el saber y el saber hacer. Pero en todo caso que debería procurar que ni el saber ni el saber hacer ahogaran el poder imaginar. Puesto que la imaginación es el fundamento de la innovación, no sólo también sino especialmente, en la ingeniería.






© Josep Vila 2020